La primera vez que te sentaste entre mis piernas y me pediste que te acariciara la espalda me pareció raro. No imaginé cuánto te gustaba, cuánto te relajaba.
A mí que nunca me habían gustado en exceso esas cosas, por decirlo delicadamente, las evitaba. Empecé a hacerlo porque no tenía una excusa convincente para no hacerlo.
Y comencé a mover los dedos despacio dibujando la forma de tu espalda, lentamente, un poco más tarde iba como midiéndola, de un lado al otro, de arriba abajo y mientras me iba fijando en lo suave que era, en los lunares, en alguna pequeña mancha y hasta en algún granito.
Si subía hacía el cuello hacías un gesto casi imperceptible de encoger los hombros al mismo tiempo que emitías un pequeño gruñido, que no esperaba y que hice que repitieras unas cuantas veces.
No podría decir el tiempo que estuvimos así, pero me enganchó, me enseñó otro tú, uno al que también me enganché.
Y ahora después de un tiempo vuelves a estar aquí pegado a mí, entre mis piernas de nuevo y me doy cuenta cuánto lo he echado de menos, de cuánto me gusta tu espalda suave con sus lunares, sus pequeñas manchas y como te encoges y gruñes si llego a tu cuello, cómo te dejas hacer.
Me pierdo en ella
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